agosto 26
[foto: Cómo explicar la performance a un conejo vivo (mientras se le alimenta carne de conejo)]
Breve nota sobre la violencia (y la performance)
Como parte de QUIEBRE, Festival de Performance 2016 se presentan en el Paseo de Diego de Río Piedras una serie de performer@s maravillosas locales e internacionales que exploran las pluralidades del cuerpo en el entorno, distintas ritualidades y la fuerza de la presencia. Entre estas, Rocío Boliver se caracteriza por una trayectoria icónica de actos físicos violentos hacia ella misma que urde en tejidos performáticos y significantes. Múltiples piercings de cara, inserciones vaginales y anales, excreciones, suturas, integraciones de objetos al cuerpo, convergen en acciones donde el “shock” está frecuentemente ligado a cuestionamientos de mores sociales, sexuales, históricos e institucionales. Tomemos, por ejemplo, su performance “La embajadora de la buena voluntad” donde, como invitada de Casa de América, España, la artista mexicana expone su vagina cosida y saca de ella una estatuilla en yeso del Niño Dios envuelta en un condón. Seguidamente, se refiere a la misma como un regalo de violencia que dejaron los españoles en sus tierras y que ella viene ese día a devolver y la avienta al aire, rompiéndose la figura al caer. Infiero que su pieza, REWIND II que se presenta el sábado en el Festival, pueda ser una nueva versión de su pasada REWIND donde giraba en reversa en una plataforma circular con una máscara llena de fuegos artificiales y una vela en su ano.
Críticas hacia las performances de Boliver (también conocida como “La congelada de uva” por haberse masturbado con una paleta de uva en uno de sus primeros actos) a veces se centran en el exhibicionismo de sus acciones, esto es, en la desmedida exposición del yo que a través de la violencia hacia sí misma parece transgredir a los espectadores, engulléndolos gratuitamente en su corpo-realidad (imponiendo la realidad corporal de la performera como un centro y universo).
Creo que para los performeros hay un balance precario entre la vulnerabilidad (el dejarse débil, abierto) y la voluntad infinitamente egocéntrica (el reafirmarse a sí misma sobre todo) que paradójicamente es requerida. El balance es también una violencia. Me parece notarlo al ver el vídeo “PonerMickeytarme: ritual de pluma y purificación” donde el artista Mickey Negrón (también uno de los organizadores del Festival de Quiebre) interviene una manifestación de grupos en contra de la educación sobre orientación de género. Al ver al performero seguido por cámaras, esparciendo plumas, llenándose de miel y plumas, en movimientos pélvicos contra el piso, viendo a veces hacia la cámara, irrumpiendo en medio de un acto donde una comunidad esta unida, tiendo a pensar en: incongruencia, parodia, en una crítica donde quienes están siendo criticados no están conscientes completamente de la crítica: la posición superior del performero de esgrimir el discurso que es la clave secreta de la acción. Por otra parte, los momentos en que Mickey y la audiencia se abrazan, él pidiéndole el abrazo, ellas diciéndole “Cristo te ama”, surgen lumínicos, sorprendentes, conmovedores.
Los suspicases argumentarán que no es posible determinar cuánto del guiño puede estar en el abrazo o cuánto de la herida abierta está en el guiño. Pero al final de ver el vídeo, lo que para mí persiste en la memoria son estos momentos de enlace donde a pesar de la imposibilidad de lenguajes, de contextos, aunque las partes pensaran que se estaban diciendo cosas diferentes, había una comunicación (por cruzada que fuese), una mutua emocionalidad. (Boliver también declara la comunicación como esencia de sus performances, en su caso admitidamente ligada al accionar efectuado como terapia hacia sí misma.)
“Todo lo que actúa es crueldad”, dice Antonin Artaud. Podríamos frasear, todo lo que acciona, todo lo que performea. Ante la violencia de la invasión continua de nuestros imaginarios; las invasiones consabidas (los anuncios, la realidad televisiva de otros, el bomardeo de las redes, la circularidad de las crisis) , pero también las más sutiles (el mero acto de leer la escritura de otro, esta escritura) , el performance nos ofrece un rigor. Ese rigor es la crueldad de la performera de comunicarse en su idioma o modo (de engendrarlo activa, física, verbal, gestualmente) nunca cediendo a lenguajes conocidos o ya hechos, nunca cediendo a lo domesticado, admitiendo que para dar su yo el acto tiene que partir de la imposibilidad misma de la comunicación normativa.
Es en este enfrentamiento donde la violencia física de un performance se convierte en crueldad Artaudiana. Y es también aquí donde el performance peligrosamente genera su propia posible contradicción.
“Burbuja donde todo se puede”, llama Boliver a su disciplina. Hace una década recuerdo a Nelson Rivera referirse a la escena performática puertorriqueña como un ghetto. En ese momento recuerdo haber pensado cómo curiosamente el ghetto también operaba como elite. Algo semi-cerrado, algo en sí mismo.
Si el performance crea el espacio donde todo es permisible, ¿hasta qué punto amansa toda acción (aún extrema), a lo meramente esperado? ¿Hasta dónde se convierte en un ámbito carnavalesco, esto es, dónde cualquier noción de anomalía transgresora deviene clasificable, entendible, controlable; un hiato antes de volver al status quo? Los desnudos en espacios públicos ya se aceptan como parte del espectáculo. Ya Bernart no va a ser arrestado (recordamos con nostalgia, con cariño, los orígenes del performance puertorriqueño). El performance como víctima potencial de su propia historicidad, oficialidad: ¿hacia dónde se dirige (puede dirigirse)? ¿hacia acciones cada día más extremas, hacia la ocupación de espacios más guardados (tengo una visión de Mickey al fin entrando en una iglesia al momento de la comunión, en plena misa, y ofreciéndose como hostia)? ¿Hacia actos comunitarios, ritos colectivos donde no haya público ni intérpretes sino que todas seamos accionadores (precisamente allí donde terminó Grotowski)? ¿Hacia disecciones de vida aún más íntimas, más biográficas, donde la terapia se mezcle con la anatomía? ¿Hacia un activismo social y político total donde el performance se fusione en intención, intensidad y forms con la marcha, con la asamblea, con el ataque, con el atentado? ¿Repararemos en la tecnología como motor voraz de cambios en nuestros modos de percibir y producir el mundo y nos entregaremos de lleno a la investigación de performances mediados, virtuales, robóticos? ¿Acogeremos la era del objeto, de lo no-humano, y las titeretadas darán pie a misteriosas conyunturas donde la cosa se imponga como agente, donde nos dejemos manipular por /fusionar con minerales, plantas y animales? ¿Tendremos que prohibirle la entrada a los performances al corillo de siempre, a los fieles pero conversos, y alimentarnos sólo de audiencias vírgenes? ¿Intentaremos mezclar todo lo anterior de las formas más inauditas o emocionales posible? ¿Nos veremos obligados a concebir performances que rompan lo que se entiende por performance mismo, aún cuando sean simulacros baratos, intentos mongos (aquí estoy hablando de mí mismo)?
Sólo me anima el potencial de lo incontrolado.